viernes, 11 de marzo de 2016

La perla del Dragón

Hace muchísimos años, vivía un dragón en la isla de Borneo; tenía su cueva en lo alto del monte Kinabalu.
Aquél era un dragón pacífico y no molestaba a los habitantes de la isla. Tenía una perla de enorme tamaño y todos los días jugaba con ella: lanzaba la perla al aire y luego la recogía con la boca.
Aquella perla era tan hermosa, que muchos habían intentado robarla. Pero el dragón la guardaba con mucho cuidado; por eso, nadie había podido conseguirlo.
El Emperador de la China decidió enviar a su hijo a la isla de Borneo; llamó al joven Príncipe y le dijo:
-Hijo mío, la perla del dragón debe formar parte del tesoro imperial. Estoy seguro de que enco
La perla y el dragón
La perla y el dragón
ntrarás la forma de traérmela.
Después de varias semanas de travesía, el Príncipe llegó a las costas de Borneo.
A lo lejos se recortaba el monte Kinabalu, y en lo alto del monte el dragón jugaba con la perla.
De pronto, el Príncipe comenzó a sonreír porque había trazado un plan. Llamó a sus hombres y les dijo:
-Necesito una linterna redonda de papel y una cometa que pueda sostenerme en el aire.
Los hombres comenzaron a trabajar y pronto hicieron una linterna de papel. Después de siete días de trabajo, hicieron una cometa muy hermosa, que podía resistir el peso de un hombre. Al anochecer, comenzó a soplar el viento. El Príncipe montó en la cometa y se elevó por los aires.
La noche era muy oscura cuando el Príncipe bajó de la cometa en lo alto del monte y se deslizó dentro de la cueva.
El dragón dormía profundamente. Con todo cuidado, el Príncipe se apoderó de la perla, puso en su lugar la linterna de papel y escapó de la cueva. Entonces, montó en la cometa y encendió una luz.
Cuando sus hombres vieron la señal, comenzaron a recoger la cuerda de la cometa. Al cabo de algún tiempo, el Príncipe pisaba la cubierta de su barco.
-¡Levad anclas! -gritó.
El barco, aprovechando un viento suave, se hizo a la mar.
En cuanto salió el sol, el dragón fue a recoger la perla para jugar, como hacía todas las mañanas. Entonces, descubrió que le habían robado su perla. Comenzó a echar humo y fuego por la boca y se lanzó, monte abajo, en persecución de los ladrones.
Recorrió todo el monte, buscó la perla por todas partes, pero no pudo hallarla. Entonces, divisó un junco chino que navegaba rumbo a alta mar. El dragón saltó al agua y nadó velozmente hacia el barco.
-¡Ladrones! ¡Devolvedme mi perla! -gritaba el dragón.
Los marineros estaban muy asustados y lanzaban gritos de miedo.
La voz del Príncipe se elevó por encima de todos los gritos:
-¡Cargad el cañón grande!
Poco después hicieron fuego.
-¡Bruum!
El dragón oyó el estampido del disparo; vio una nube de humo y una bala de cañón que iba hacia él. La bala redonda brillaba con las primeras luces de la mañana y el dragón pensó que le devolvían su perla. Por eso, abrió la boca y se tragó la bala.
Entonces, el dragón se hundió en el mar y nunca más volvió a aparecer. Desde aquel día, la perla del dragón fue la joya más preciada del tesoro imperial de la China.

Alicia en el pais de las maravillas

Alicia empezaba ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río, sin tener nada que hacer: había echado un par de ojeadas al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos. «¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?», se preguntaba Alicia.
Así pues, estaba pensando (y pensar le costaba cierto esfuerzo, porque el calor del día la había dejado soñolienta y atontada) si el placer de tejer una guirnalda de margaritas la compensaría del trabajo de levantarse y coger las margaritas, cuando de pronto saltó cerca de ella un Conejo Blanco de ojos rosados.
No había nada muy extraordinario en esto, ni tampoco le pareció a Alicia muy extraño oír que el conejo se decía a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!» (Cuando pensó en ello después, decidió que, desde luego, hubiera debido sorprenderla mucho, pero en aquel momento le pareció lo más natural del mundo).
Pero cuando el conejo se sacó un reloj de bolsillo del chaleco, lo miró y echó a correr, Alicia se levantó de un salto, porque comprendió de golpe que ella nunca había visto un conejo con chaleco, ni con reloj que sacarse de él, y, ardiendo de curiosidad, se puso a correr tras el conejo por la pradera, y llegó justo a tiempo para ver cómo se precipitaba en una madriguera que se abría al pie del seto.

alicia-madriguera-conejoUn momento más tarde, Alicia se metía también en la madriguera, sin pararse a considerar cómo se las arreglaría después para salir. Al principio, la madriguera del conejo se extendía en línea recta como un túnel, y después torció bruscamente hacia abajo, tan bruscamente que Alicia no tuvo siquiera tiempo de pensar en detenerse y se encontró cayendo por lo que parecía un pozo muy profundo. O el pozo era en verdad profundo, o ella caía muy despacio, porque Alicia, mientras descendía, tuvo tiempo sobrado para mirar a su alrededor y para preguntarse qué iba a suceder después. Primero, intentó mirar hacia abajo y ver a dónde iría a parar, pero estaba todo demasiado oscuro para distinguir nada. Después miró hacia las paredes del pozo y observó que estaban cubiertas de armarios y estantes para libros: aquí y allá vio mapas y cuadros, colgados de clavos. Cogió, a su paso, un jarro de los estantes. Llevaba una etiqueta que decía: MERMELADA DE NARANJA, pero vio, con desencanto, que estaba vacío.
No le pareció bien tirarlo al fondo, por miedo a matar a alguien que anduviera por abajo, y se las arregló para dejarlo en otro de los estantes mientras seguía descendiendo. «¡Vaya! », pensó Alicia. «¡Después de una caída como ésta, rodar por las escaleras me parecerá algo sin importancia! ¡Qué valiente me encontrarán todos! ¡Ni siquiera lloraría, aunque me cayera del tejado!» (Y era verdad.)Abajo, abajo, abajo. ¿No acabaría nunca de caer?

–Me gustaría saber cuántas millas he descendido ya –dijo en voz alta–. Tengo que estar bastante cerca del centro de la tierra. Veamos: creo que está a cuatro mil millas de profundidad… Como veis, Alicia había aprendido algunas cosas de éstas en las clases de la escuela, y aunque no era un momento muy oportuno para presumir de sus conocimientos, ya que no había nadie allí que pudiera escucharla, le pareció que repetirlo le servía de repaso.
–Sí, está debe de ser la distancia… pero me pregunto a qué latitud o longitud habré llegado. Alicia no tenía la menor idea de lo que era la latitud, ni tampoco la longitud, pero le pareció bien decir unas palabras tan bonitas e impresionantes. Enseguida volvió a empezar.
–¡A lo mejor caigo a través de toda la tierra! ¡Qué divertido sería salir donde vive esta gente que anda cabeza abajo! Los antipáticos, creo… (Ahora Alicia se alegró de que no hubiera nadie escuchando, porque esta palabra no le sonaba del todo bien.) Pero entonces tendré que preguntarles el nombre del país. Por favor, señora, ¿estamos en Nueva Zelanda o en Australia? Y mientras decía estas palabras, ensayó una reverencia. ¡Reverencias mientras caía por el aire! ¿Creéis que esto es posible?
–¡Y qué criaja tan ignorante voy a parecerle! No, mejor será no preguntar nada. Ya lo veré escrito en alguna parte. Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer y Alicia empezó enseguida a hablar otra vez.
–¡Temo que Dina me echará mucho de menos esta noche ! (Dina era la gata.) Espero que se acuerden de su platito de leche a la hora del té. ¡Dina, guapa, me gustaría tenerte conmigo aquí abajo! En el aire no hay ratones, claro, pero podrías cazar algún murciélago, y se parecen mucho a los ratones, sabes. Pero me pregunto: ¿comerán murciélagos los gatos?
Al llegar a este punto, Alicia empezó a sentirse medio dormida y siguió diciéndose como en sueños: «¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?» Y a veces: «¿Comen gatos los murciélagos?» Porque, como no sabía contestar a ninguna de las dos preguntas, no importaba mucho cual de las dos se formulara. Se estaba durmiendo de veras y empezaba a soñar que paseaba con Dina de la mano y que le preguntaba con mucha ansiedad: «Ahora Dina, dime la verdad, ¿te has comido alguna vez un murciélago?», cuando de pronto, ¡cataplum!, fue a dar sobre un montón de ramas y hojas secas. La caída había terminado.
Alicia no sufrió el menor daño, y se levantó de un salto. Miró hacia arriba, pero todo estaba oscuro. Ante ella se abría otro largo pasadizo, y alcanzó a ver en él al Conejo Blanco, que se alejaba a toda prisa. No había momento que perder, y Alicia, sin vacilar, echó a correr como el viento, y llego justo a tiempo para oírle decir, mientras doblaba un recodo:
–¡Válganme mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo! Iba casi pisándole los talones, pero, cuando dobló a su vez el recodo, no vio al Conejo por ninguna parte. Se encontró en un vestíbulo amplio y bajo, iluminado por una hilera de lámparas que colgaban del techo.
Había puertas alrededor de todo el vestíbulo, pero todas estaban cerradas con llave, y cuando Alicia hubo dado la vuelta, bajando por un lado y subiendo por el otro, probando puerta a puerta, se dirigió tristemente al centro de la habitación, y se preguntó cómo se las arreglaría para salir de allí.
De repente se encontró ante una mesita de tres patas, toda de cristal macizo. No había nada sobre ella, salvo una diminuta llave de oro, y lo primero que se le ocurrió a Alicia fue que debía corresponder a una de las puertas del vestíbulo. Pero, ¡ay!, o las cerraduras eran demasiado grandes, o la llave era demasiado pequeña, lo cierto es que no pudo abrir ninguna puerta. Sin embargo, al dar la vuelta por segunda vez, descubrió una cortinilla que no había visto antes, y detrás había una puertecita de unos dos palmos de altura. Probó la llave de oro en la cerradura, y vio con alegría que ajustaba bien. Alicia abrió la puerta y se encontró con que daba a un estrecho pasadizo, no más ancho que una ratonera. Se arrodilló y al otro lado del pasadizo vio el jardín más maravilloso que podáis imaginar. ¡Qué ganas tenía de salir de aquella oscura sala y de pasear entre aquellos macizos de flores multicolores y aquellas frescas fuentes! Pero ni siquiera podía pasar la cabeza por la abertura. «Y aunque pudiera pasar la cabeza», pensó la pobre Alicia, «de poco iba a servirme sin los hombros. ¡Cómo me gustaría poderme encoger como un telescopio! Creo que podría hacerlo, sólo con saber por dónde empezar.» Y es que, como veis, a Alicia le habían pasado tantas cosas extraordinarias aquel día, que había empezado a pensar que casi nada era en realidad imposible.
De nada servía quedarse esperando junto a la puertecita, así que volvió a la mesa, casi con la esperanza de encontrar sobre ella otra llave, o, en todo caso, un libro de instrucciones para encoger a la gente como si fueran telescopios. Esta vez encontró en la mesa una botellita («que desde luego no estaba aquí antes», dijo Alicia), y alrededor del cuello de la botella había una etiqueta de papel con la palabra «BEBEME» hermosamente impresa en grandes caracteres.
Está muy bien eso de decir «BEBEME», pero la pequeña Alicia era muy prudente y no iba a beber aquello por las buenas. «No, primero voy a mirar», se dijo, «para ver si lleva o no la indicación de veneno.» Porque Alicia había leído preciosos cuentos de niños que se habían quemado, o habían sido devorados por bestias feroces, u otras cosas desagradables, sólo por no haber querido recordar las sencillas normas que las personas que buscaban su bien les habían inculcado: como que un hierro al rojo te quema si no lo sueltas en seguida, o que si te cortas muy hondo en un dedo con un cuchillo suele salir sangre. Y Alicia no olvidaba nunca que, si bebes mucho de una botella que lleva la indicación «veneno», terminará, a la corta o a la larga, por hacerte daño.
Sin embargo, aquella botella no llevaba la indicación «veneno», así que Alicia se atrevió a probar el contenido, y, encontrándolo muy agradable (tenía, de hecho, una mezcla de sabores a tarta de cerezas, almíbar, piña, pavo asado, caramelo y tostadas calientes con mantequilla), se lo acabó en un santiamén.
–¡Qué sensación más extraña! –dijo Alicia–. Me debo estar encogiendo como un telescopio.
Y así era, en efecto: ahora medía sólo veinticinco centímetros, y su cara se iluminó de alegría al pensar que tenía la talla adecuada para pasar por la puertecita y meterse en el maravilloso jardín. Primero, no obstante, esperó unos minutos para ver si seguía todavía disminuyendo de tamaño, y esta posibilidad la puso un poco nerviosa. «No vaya consumirme del todo, como una vela», se dijo para sus adentros. «¿Qué sería de mí entonces?» E intentó imaginar qué ocurría con la llama de una vela, cuando la vela estaba apagada, pues no podía recordar haber visto nunca una cosa así.
Después de un rato, viendo que no pasaba nada más, decidió salir en seguida al jardín. Pero, ¡pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta, se encontró con que había olvidado la llavecita de oro, y, cuando volvió a la mesa para recogerla, descubrió que no le era posible alcanzarla.
Podía verla claramente a través del cristal, e intentó con ahínco trepar por una de las patas de la mesa, pero era demasiado resbaladiza. Y cuando se cansó de intentarlo, la pobre niña se sentó en el suelo y se echó a llorar.
«¡Vamos! ¡De nada sirve llorar de esta manera!», se dijo Alicia a sí misma, con bastante firmeza. «¡Te aconsejo que dejes de llorar ahora mismo!» Alicia se daba por lo general muy buenos consejos a sí misma (aunque rara vez los seguía), y algunas veces se reñía con tanta dureza que se le saltaban las lágrimas. Se acordaba incluso de haber intentado una vez tirarse de las orejas por haberse hecho trampas en un partido de croquet que jugaba consigo misma, pues a esta curiosa criatura le gustaba mucho comportarse como si fuera dos personas a la vez. «¡Pero de nada me serviría ahora comportarme como si fuera dos personas!», pensó la pobre Alicia. «¡Cuando ya se me hace bastante difícil ser una sola persona como Dios manda!»Poco después, su mirada se posó en una cajita de cristal que había debajo de la mesa. La abrió y encontró dentro un diminuto pastelillo, en que se leía la palabra «COMEME», deliciosamente escrita con grosella. «Bueno, me lo comeré», se dijo Alicia, «y si me hace crecer, podré coger la llave, y, si me hace todavía más pequeña, podré deslizarme por debajo de la puerta. De un modo o de otro entraré en el jardín, y eso es lo que importa.»Dio un mordisquito y se preguntó nerviosísima a sí misma: «¿Hacia dónde? ¿Hacia dónde?» Al mismo tiempo, se llevó una mano a la cabeza para notar en qué dirección se iniciaba el cambio, y quedó muy sorprendida al advertir que seguía con el mismo tamaño. En realidad, esto es lo que sucede normalmente cuando se da un mordisco a un pastel, pero Alicia estaba ya tan acostumbrada a que todo lo que le sucedía fuera extraordinario, que le pareció muy aburrido y muy tonto que la vida discurriese por cauces normales. Así pues pasó a la acción, y en un santiamén dio buena cuenta del pastelito.

La leyenda de Simbad

Había una vez un chico de nombre Mhamud que era muy pobre. Su oficio era el de trasladar mercancías de un lugar a otro en la ciudad. Tanto trabajaba el jovenzuelo y tan poco ganaba que siempre andaba quejándose de su mala suerte.
Un buen día, agotado de tanto trabajar, decidió sentarse a la sombra de una enorme casa. Era la casa de un rico.
– No sé para qué trabajo tanto. Nunca saldré de esta mala vida – se quejaba Mhamud con lágrimas en los ojos.
El dueño de la casa, al oírlo, se compadeció del jovenzuelo y sin pensarlo dos veces lo invitó a cenar con él. Al entrar a la casa, el muchacho quedó impresionado con todos los manjares exquisitos que había sobre la mesa.
– Gracias señor. Nunca había visto tantas delicias juntas.
– Debes tener mucha hambre así que come todo lo que quieras. Mientras lo haces, te contaré cómo he llegado a poseer tantas riquezas.
– La verdad es que siento mucha curiosidad – alcanzó a decir Mhamud con la boca repleta de comida.
– Mi nombre es Simbad. Cuando mi padre murió me dejó una inmensa fortuna, pero no supe aprovecharla y la malgasté inútilmente.
– ¿Y entonces qué hizo? – preguntó el pequeño cada vez más intrigado.
la-leyenda-de-simbad– Me hice marinero. Pero no creas que fue fácil. En mi primer viaje me caí del barco en el que navegaba y nadé durante horas hasta encontrar una isla. Para colmo de males, lo que yo pensaba que era una isla, era realmente… ¡Una ballena!
– ¿Una ballena? – gritó el chico y se quedó inmóvil.
Pero el señor no siguió hablando. En cambio le entregó a Mhamud cien monedas de oro y le pidió que regresara mañana a la misma hora para contarle el resto de la historia. El pequeño, contento con el dinero, corrió a casa lleno de alegría, no sin antes comprarse un buen trozo de carne y un par de botas para sus desgastados pies.
Al próximo día, el jovenzuelo se apareció en casa de Simbad a la ahora acordada. Nuevamente, disfrutó de una deliciosa comida, mientras el hombre prosiguió con su historia.
– ¿Recuerdas la ballena? – preguntó Simbad – Pues al final logré escapar de ella y regresé sano y salvo a la ciudad. Después de un año volví al mar, y tras varias semanas de navegación avisté una isla. Tan pronto toqué tierra encontré un huevo gigante, pero una extraña ave me agarró por los brazos y me elevó hacia el cielo. Después, aquel inmenso animal me dejó caer en un desierto, aunque para mi sorpresa, el desierto estaba lleno de… ¡Piedras preciosas!
“¿Qué más?”, “¿Qué más pasó, señor Simbad?”. Pero Simbad no continuó la historia, le entregó otras cien monedas de oro al muchacho y le pidió que viniera mañana a la misma hora. Mhamud no podía aguantar la curiosidad, cada vez eran más emocionantes las historias de aquel señor. Sin poder dormir esa noche, regresó al día siguiente para escuchar más aventuras.
– Hola pequeño. Ayer te hablé de las piedras preciosas que había encontrado, y aunque me volví un hombre rico de la noche a la mañana, tan pronto llegué a la ciudad volví a zarpar hacia tierras desconocidas. Esta vez, anduve por los mares durante semanas, hasta que al fin pude ver otra isla.
– ¿Y encontró un huevo gigante? – se adelantó el chico mientras comía con gusto.
– Pues no. Aquella isla estaba repleta de salvajes que me llevaron ante su jefe, y este era nada más y nada menos que un gigante abominable con un solo ojo.
– ¡Qué temor! – murmuró Mhamud sin mover un solo dedo.
– Fue espantoso – prosiguió Simbad – El temible gigante devoró a toda mi tripulación de un solo bocado y se quedó dormido al instante. En ese momento, agarré un poco de brazas ardientes con un atizador y sin un segundo que perder se lo clavé al gigante en su único ojo. Sin mirar atrás me escapé de aquel lugar, no sin antes atrapar un extraño objeto dorado que los salvajes veneraban.
– Un objeto… ¿De oro? – preguntó impaciente el pequeño.
– Así mismo es. Una especie de talismán por la que me pagaron una gran fortuna tan pronto regresé a casa.
La admiración de Mhamud por los relatos de Simbad crecía cada día más. ¡Qué aventuras tan emocionantes! Todos los días acudía el chico para oír nuevas historias, y así estuvo haciéndolo durante una semana. Por supuesto, cada vez que se presentaba, Simbad le regalaba cien monedas de oro. El último día, Mhamud y Simbad se despidieron amablemente.
– Mhamud, durante todos estos días has aprendido algo muy valioso. Recuerda que el destino pertenece a cada uno de nosotros y que debemos luchar con todas nuestras fuerzas por las cosas que queremos. Ya tienes dinero suficiente para empezar una nueva vida. No lo malgastes y empléalo con juicio.
Y así lo hizo el pequeño Mhamud. Ahora contaba con una gran suma de dinero para invertirla y volverse un hombre de bien. Sin embargo, y aunque el tiempo pasó, Mhamud nunca olvidó a Simbad, y cada vez que podía se sentaba a recordar aquellas historias tan emocionantes que le había contado.

Caperucita Roja

Había una vez una adorable niña que era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, y no quedaba nada que no le hubiera dado a la niña. Una vez le regaló una pequeña caperuza o gorrito de un color rojo, que le quedaba tan bien que ella nunca quería usar otra cosa, así que la empezaron a llamar Caperucita Roja. Un día su madre le dijo:“Ven, Caperucita Roja, aquí tengo un pastel y una botella de vino, llévaselas en esta canasta a tu abuelita que esta enfermita y débil y esto le ayudará. Vete ahora temprano, antes de que caliente el día, y en el camino, camina tranquila y con cuidado, no te apartes de la ruta, no vayas a caerte y se quiebre la botella y no quede nada para tu abuelita. Y cuando entres a su dormitorio no olvides decirle, “Buenos días”, ah, y no andes curioseando por todo el aposento.”
“No te preocupes, haré bien todo”, dijo Caperucita Roja, y tomó las cosas y se despidió cariñosamente.
Caperucita Roja
Caperucita Roja
La abuelita vivía en el bosque, como a un kilómetro de su casa. Y no más había entrado Caperucita Roja en el bosque, siempre dentro del sendero, cuando se encontró con un lobo. Caperucita Roja no sabía que esa criatura pudiera hacer algún daño, y no tuvo ningún temor hacia él.
“Buenos días, Caperucita Roja,” dijo el lobo. “Buenos días, amable lobo.”
– “¿Adonde vas tan temprano, Caperucita Roja?”
– “A casa de mi abuelita.”
– “¿Y qué llevas en esa canasta?”
– “Pastel y vino. Ayer fue día de hornear, así que mi pobre abuelita enferma va a tener algo bueno para fortalecerse.”
– “¿Y adonde vive tu abuelita, Caperucita Roja?”
– “Como a medio kilómetro más adentro en el bosque. Su casa está bajo tres grandes robles, al lado de unos avellanos. Seguramente ya los habrás visto,” contestó inocentemente Caperucita Roja. El lobo se dijo en silencio a sí mismo: “¡Qué criatura tan tierna! qué buen bocadito – y será más sabroso que esa viejita. Así que debo actuar con delicadeza para obtener a ambas fácilmente.” Entonces acompañó a Caperucita Roja un pequeño tramo del camino y luego le dijo: “Mira Caperucita Roja, que lindas flores se ven por allá, ¿por qué no vas y recoges algunas? Y yo creo también que no te has dado cuenta de lo dulce que cantan los pajaritos. Es que vas tan apurada en el camino como si fueras para la escuela, mientras que todo el bosque está lleno de maravillas.”
Caperucita Roja
Caperucita Roja
Caperucita Roja levantó sus ojos, y cuando vio los rayos del sol danzando aquí y allá entre los árboles, y vio las bellas flores y el canto de los pájaros, pensó: “Supongo que podría llevarle unas de estas flores frescas a mi abuelita y que le encantarán.Además, aún es muy temprano y no habrá problema si me atraso un poquito, siempre llegaré a buena hora.” Y así, ella se salió del camino y se fue a cortar flores. Y cuando cortaba una, veía otra más bonita, y otra y otra, y sin darse cuenta se fue adentrando en el bosque. Mientras tanto el lobo aprovechó el tiempo y corrió directo a la casa de la abuelita y tocó a la puerta.“¿Quién es?” preguntó la abuelita.
“Caperucita Roja,” contestó el lobo.
“Traigo pastel y vino. Ábreme, por favor.”
– “Mueve la cerradura y abre tú,” gritó la abuelita, “estoy muy débil y no me puedo levantar.”
El lobo movió la cerradura, abrió la puerta, y sin decir una palabra más, se fue directo a la cama de la abuelita y de un bocado se la tragó. Y enseguida se puso ropa de ella, se colocó un gorro, se metió en la cama y cerró las cortinas.
Mientras tanto, Caperucita Roja se había quedado colectando flores, y cuando vio que tenía tantas que ya no podía llevar más, se acordó de su abuelita y se puso en camino hacia ella. Cuando llegó, se sorprendió al encontrar la puerta abierta, y al entrar a la casa, sintió tan extraño presentimiento que se dijo para sí misma:
El lobo feroz
El lobo feroz
“¡Oh Dios! que incómoda me siento hoy, y otras veces que me ha gustado tanto estar con abuelita.” Entonces gritó: “¡Buenos días!”, pero no hubo respuesta, así que fue al dormitorio y abrió las cortinas. Allí parecía estar la abuelita con su gorro cubriéndole toda la cara, y con una apariencia muy extraña.
“¡!Oh, abuelita!” dijo, “qué orejas tan grandes que tienes.”
– “Es para oírte mejor, mi niña,” fue la respuesta. “Pero abuelita, qué ojos tan grandes que tienes.”
– “Son para verte mejor, querida.”
– “Pero abuelita, qué brazos tan grandes que tienes.”
– “Para abrazarte mejor.” – “Y qué boca tan grande que tienes.”
– “Para comerte mejor.” Y no había terminado de decir lo anterior, cuando de un salto salió de la cama y se tragó también a Caperucita Roja.
Entonces el lobo decidió hacer una siesta y se volvió a tirar en la cama, y una vez dormido empezó a roncar fuertemente. Un cazador que por casualidad pasaba en ese momento por allí, escuchó los fuertes ronquidos y pensó, ¡Cómo ronca esa viejita!Voy a ver si necesita alguna ayuda. Entonces ingresó al dormitorio, y cuando se acercó a la cama vio al lobo tirado allí.“¡Así que te encuentro aquí, viejo pecador!” dijo él.”¡Hacía tiempo que te buscaba!”
Caperucita con la cesta
Caperucita con la cesta
Y ya se disponía a disparar su arma contra él, cuando pensó que el lobo podría haber devorado a la viejita y que aún podría ser salvada, por lo que decidió no disparar. En su lugar tomó unas tijeras y empezó a cortar el vientre del lobo durmiente.
En cuanto había hecho dos cortes, vio brillar una gorrita roja, entonces hizo dos cortes más y la pequeña Caperucita Roja salió rapidísimo, gritando: “¡Qué asustada que estuve, qué oscuro que está ahí dentro del lobo!”, y enseguida salió también la abuelita, vivita, pero que casi no podía respirar. Rápidamente, Caperucita Roja trajo muchas piedras con las que llenaron el vientre del lobo. Y cuando el lobo despertó, quizo correr e irse lejos, pero las piedras estaban tan pesadas que no soportó el esfuerzo y cayó muerto.
Las tres personas se sintieron felices. El cazador le quitó la piel al lobo y se la llevó a su casa. La abuelita comió el pastel y bebió el vino que le trajo Caperucita Roja y se reanimó. Pero Caperucita Roja solamente pensó:
“Mientras viva, nunca me retiraré del sendero para internarme en el bosque, cosa que mi madre me había ya prohibido hacer.”
Y fueron felices y comieron perdices
Y fueron felices y comieron perdices
la bella y la bestia .
Había una vez un hombre muy rico que tenía tres hijas. De pronto, de la noche a la mañana, perdió casi toda su fortuna. La familia tuvo que vender su gran mansión y mudarse a una casita en el campo.
Las dos hijas mayores se pasaban el día quejándose por tener que remendar sus vestidos y porque ya no podían ir a las fiestas. En cambio la pequeña, a la que llamaban Bella por su dulce rostro y su buen carácter, estaba siempre contenta.
Un día su padre se fue a la ciudad a ver si encontraba trabajo. Cuando montó en su caballo, preguntó a sus hijas qué les gustaría tener, si él ganaba suficiente dinero para traerles un regalo a cada una. Sin apenas pensarlo, las dos hijas mayores gritaron:
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La bella y la bestia
-Para mí un vestido precioso.
-Y un collar de plata para mí.
Con su candorosa voz, Bella murmuró:
-Yo solamente quiero que vuelvas a casa sano y salvo. Eso me basta.
Su padre insistió:
-¡Oh, Bella, debe de haber algo que te apetezca!
-Bueno, una rosa con pétalos rojos para ponérmela en el pelo. Pero como estamos en invierno, comprenderé que no puedas encontrarme ninguna.
-Haré todo cuanto pueda por, complaceros a las tres, hijas mías.
Diciendo esto emprendió la marcha a todo galope.
En la ciudad, todo le fue mal. No encontró trabajo en ninguna parte. Los únicos regalos que pudo comprar fueron frutas y chocolate para sus dos hijas mayores, pero no consiguió la flor para Bella. Cuando regresaba a casa, su caballo se hizo daño en una pata y tuvo que desmontar.
De repente se desató una tormenta de nieve y el desgraciado hombre se encontró perdido en medio de un oscuro bosque.
Entonces percibió, a través de la ventisca, un gran muro y unas puertas con rejas de hierro forjado bien cerradas. Al fondo del jardín, se veía una gran mansión con luces tenues en las ventanas.
-Si pudiera cobijarme aquí… No había terminado de hablar cuando las puertas se abrieron. El viento huracanado le empujó por el sendero hacia las escaleras de la casa. La puerta de entrada se abrió con un chirrido y apareció una mesa con unos candelabros y los manjares más tentadores.
Miró atrás, a través de los remolinos de nieve, y vio que las puertas enrejadas se habían cerrado y su caballo había desaparecido.
Entró. La puerta chirrió de nuevo y se cerró a sus espaldas.
Mientras examinaba nerviosamente la estancia, una de las sillas se separó de la mesa, invitándole claramente a sentarse. Pensaba…
“Bien, está visto que aquí soy bien recibido. Intentaré disfrutar de todo esto.”
Tras haber comido y bebido todo lo que quiso, se fijó en un gran sofá que había frente al fuego, con una manta de piel extendida sobre el asiento. Una esquina de la manta aparecía levantada como diciendo: “Ven y túmbate.” Y eso fue lo que hizo.
Cuando se dio cuenta, era ya por la mañana. Se levantó, sintiéndose maravillosamente bien, y se sentó a la mesa, donde le esperaba el desayuno. Una rosa con pétalos rojos, puesta en un jarrón de plata, adornaba la mesa. Con gran sorpresa exclamó:
-¡Una rosa roja! ¡Qué suerte! Al fin Bella tendrá su regalo.
Comió cuanto pudo, se levantó y tomó la rosa de su jarroncito.
Entonces, un rugido terrible llenó la estancia. El fuego de la chimenea pareció encogerse y las velas temblaron. La puerta se abrió de golpe. El jardín nevado enmarcaba una espantosa visión.
¿Era un hombre o una bestia? Vestía ropas de caballero, pero tenía garras peludas en vez de manos y su cabeza aparecía cubierta por una enmarañada pelambrera. Mostrando sus terribles colmillos gruñó:
-Ibas a robarme mi rosa ¿eh? ¿Es ésa la clase de agradecimiento con que pagas mi hospitalidad?
El hombre casi se muere de miedo.
-Por favor, perdonadme, señor. Era para mi hija Bella. Pero la devolveré al instante, no os preocupéis.
-Demasiado tarde. Ahora tienes que llevártela… y enviarme a tu hija en su lugar.
-¡No! ¡No! ¡No!
-Entonces te devoraré.
-Prefiero que me comas a mí que a mi maravillosa hija.
-Si me la envías, no tocaré un solo pelo de su cabeza. Tienes mi palabra.
Ahora, decide.
E1 padre de la chica accedió al horrible trato y la Bestia le entregó un anillo mágico. Cuando Bella diera tres vueltas al anillo, se encontraría ya en la desolada mansión.
Fuera, en la nieve, esperaba el caballo, sorprendentemente curado de su cojera, ensillado y listo para la marcha. La vuelta a casa fue un calvario para aquel hombre, pero aún peor fue la llegada cuando les contó a sus hijas lo que había sucedido. Bella le preguntó…
-¿Dijo que no me haría ningún daño, de verdad, papá?
-Me dio su palabra, cariño.
-Entonces dame el anillo. Y por favor, no os olvidéis de mí.
Se despidió con un beso, se puso el anillo y le dio tres vueltas.
Al segundo, se encontró en la mansión de la Bestia.
Nadie la recibió. No vio a la Bestia en muchos días. En la casa todo era sencillo y agradable. Las puertas se abrían solas, los candelabros flotaban escaleras arriba para iluminarle el camino de su habitación, la comida aparecía servida en la mesa y, misteriosamente, era recogida después…
Bella no tenía miedo en una casa tan acogedora, pero se sentía tan sola que empezó a desear que la Bestia viniera y le hablara, por muy horrible que fuera.
Un día, mientras ella paseaba por el jardín, la Bestia salió de detrás de un árbol. Bella no pudo evitar un grito, mientras se tapaba la cara con las manos. El extraño ser hablaba tratando de ocultar la aspereza de su voz.
-¡No tengas miedo. Bella! Sólo he venido a desearte buenos días y a preguntarte si estás bien en mi casa.
-Bueno… Preferiría estar en la mía. Pero estoy bien cuidada, gracias.
-Bien. ¿Te importaría si paseo un rato contigo?
Pasearon los dos por el jardín y a partir de entonces la Bestia fue a menudo a hablar con Bella. Pero nunca se sentó a comer con ella en la gran mesa.
Una noche, Bella le vio arrastrándose por el césped, bajo el claro de luna. Impresionada, intuyó en seguida que iba a la caza de comida. Cuando él levantó los ojos, la vio en la ventana. Se cubrió la cara con las garras y lanzó un rugido de vergüenza.
A pesar de su fealdad. Bella se sentía tan sola y él era tan amable con ella que empezó a desear verle.
Una tarde, mientras ella leía sentada junto al fuego, se le acercó por detrás.
-Cásate conmigo, Bella.
Parecía tan esperanzado que Bella sintió lástima.
-Realmente te aprecio mucho, Bestia, pero no, no quiero casarme contigo. No te quiero.
La Bestia repitió a menudo su cortés oferta de matrimonio. Pero ella siempre decía “no”, con suma delicadeza.
Un día, él la encontró llorando junto a una fuente del jardín.
-¡Oh, Bestia! Me avergüenza llorar cuando tú has sido tan amable conmigo. Pero el invierno se avecina. He estado aquí cerca de un año. Siento nostalgia de mi casa. Echo muchísimo de menos a mi padre.
Con alegría oyó que la Bestia le respondía:
-Puedes ir a casa durante siete días si me prometes volver.
Bella se lo prometió al instante, dio tres vueltas al anillo de su dedo y… de pronto apareció en la pequeña cocina de su casa a la hora del almuerzo. La alegría fue tan grande como la sorpresa.
Total, que pasaron una maravillosa semana juntos. Bella contó a su familia todas las cosas que le habían sucedido con su extraño anfitrión y ellos le contaron a su vez todas las buenas nuevas. La feliz semana pasó sin ninguna palabra o señal de la Bestia. Pensaba…”Quizá se ha olvidado de mí. Me quedaré un poquito más.”
Pasó otra semana y, para su alivio, nada ocurrió. La familia también respiró con tranquilidad. Pero una noche, mientras se peinaba frente al espejo, su imagen se emborronó de repente y en su lugar apareció la Bestia. Yacía bajo el claro de luna, cubierta casi completamente de hojas. Bella, llena de compasión, exclamó:
-¡Oh, Bestia! Por favor, no te mueras. Volveré, querida Bestia.
Al instante dio vuelta al anillo tres veces y se encontró a su lado en el jardín. Acomodó la enorme cabeza de la Bestia sobre su regazo y repitió: -Bestia, no quiero que te mueras. Bella intentó apartar las hojas de su rostro. Las lágrimas brotaban de sus ojos y rociaban la cabeza de la Bestia.
De repente, una voz con timbre diferente se dirigió a Bella.
-Mírame, Bella. Seca tus lágrimas. Bella bajó la vista y observó que estaba acariciando una cabeza de pelo dorado. La Bestia había desaparecido y en su lugar se encontraba el más hermoso de los seres humanos.
El joven tomó su cabeza entre las manos y Bella preguntó: -¿Quién eres?
-Soy un príncipe. Una bruja me maldijo y me convirtió en una bestia para siempre. Sólo el verdadero amor de una mujer me ha librado de la maldición. Oh, Bella, estoy tan contento de que hayas regresado… Y ahora, dime, ¿te casarás conmigo?
-Pues claro que sí, mi príncipe.
Desde aquel momento los dos vivieron llenos de felicidad.